jueves, 17 de diciembre de 2015

Cuando las catedrales eran de ladrillo

Al final, la mejor manera de aprender cualquier cosa, es viviendo la experiencia en primera persona; yo escuchaba descreído cuando en la Escuela hablaban de los viajes de "arquitectura" como grandes experiencias de aprendizaje, creo que a alguno de esos viajes fui yo, pero con la misma atención que la que ponen muchos adolescentes de instituto cuando les llevan de excursión a ver algún museo.
Ahora, después de haber leído bastante y haber disfrutado la Arquitectura desde las más variopintas perspectivas es cuando viaje, elijo el destino que más me apetece, o que me puedo permitir, y con más intensidad experimento.
Una escapada a Mérida, suficiente como para tener en el Museo de Arte Romano una experiencia mística, puede que fuera la obra que lanzó definitivamente al estrellato a Rafael Moneo y le puso entre el StarSystem, dentro de los menos estrambóticos de sus miembros,  y todo 10 años antes de que le dieran el Pritzker.



    Es una lástima no haber encontrado ninguna planta medianamente digna, aunque es un edificio de una muy sencilla lectura: el elemento de entrada es una máquina algo más compleja en la que una sucesión de vestíbulos nos llevan al vestíbulo distribuidor que da acceso a la rampa, escaleras y zonas más administrativas del museo, con una sección en terrazas desplazadas según los niveles.
    A partir de aquí se sucederán unos espacios de importancia casi escénica hasta hacernos llegar a lo que he querido llamar la catedral de ladrillo.
    La rampa que baja al nivel de museo, vamos pasando de un espacio vestibular ciertamente oscuro a una rampa de gran espacialidad vertical con huecos de luz al exterior. Desembocamos en un vestíbulo angosto, volvemos a esa oscuridad aumentada por la tensión vertical del techo bajo y giramos hacia donde rompe la luz, un conector de cristal entre los dos cuerpos que conforman el museo, el funcional (el que acabamos de pasar) y el expositivo (la catedral).


    Una puerta abierta muy amplia marca el final de este conector, que mantiene la tensión vertical y nos bloquea la amplitud total de la vista de lo que hay un poco más allá del huecoy que prácticamente se adivina, será pasar ese vano cuando se produce una explosión en todos los sentidos; las tensiones espaciales desaparecen de golpe, entramos en lo que podría ser la nave central de un templo. Cambia el color, ahora cargado de los cálidos de un ladrillo mucho más iluminado. Cambia la manera en la que entra la luz, ahora con grandes lucernarios continuos que acompañan el ritmo de los sucesivos arcos. Cambia incluso el ruido que hacen nuestros pasos. Ahora el espacio se percive como un elemento de gran profundidad dominante con otros espacios secundarios anexos.
    Dentro, el contenido parece hecho para el continente, o viceversa. Las "naves laterales" son desiguales y disimétricas, una son simples "capillas" y la otra se organiza en distintos niveles, plataformas ligeras y perforadas que contrastan con la rotundidad del museo.
    La materialidad tan clara y tan presente, el sentido y la razón del ladrillo, del aparejo y de la construcción, no hacen más que subrayar y complementar a la perfección la función del edificio.

    Creo que es el ejemplo perfecto en el que podemos hablar de una sencillez de conceptos (compositivos y materiales) que suponen tal acierto que otorgan al edificio tantos grados de complejidad como queramos encontrarle.






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